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¿Y cuándo iba a ser, entonces, el momento de mirarse a los ojos y decirse Te quiero sin hablar?
Ella buscaba sus manos y ansiaba su mirada. La completaba esa sensación de mujer que sólo él depositaba en ella. La despertaba, le daba forma. En el final de un recorrido tan propio que nunca podría haber transitado sola.
Él dormía.
Y parecía que soñaba con arañas, con terremotos, con sensaciones que le hinchaban el pecho, le abrían la boca y le movían la cabeza.
Ella lo oservaba.
Toda la noche había buscado su abrazo. Toda la noche había dormido sola.
Ella ya no podía volver a cerrar sus ojos. Él no lograba abrirlos.
O no quería.
Las nubes ya dibujaban claridad a través de la puerta de esa habitación compartida. Por intuición femenina o vaya a saber uno qué sexto sentido, algo la alertó.
Ya no sentía la sincronización de sus respiraciones. Sus manos ya no se encontraban espontáneamente entre la densidad del aire. Ya no era ella quien hinchaba su pecho, abría su boca o movía su cabeza. Ya no era ella quien estaba en sus sueños.
Lo observaba.
Sentía en la carne el desprendimiento. Como si sus cuerpos hubieran estado unidos por cables, sentía cómo uno a uno se iban cortando, cada vez más rápido, por la tensión de su distancia. Sentía cómo una fuerza que ella no controlaba, la tiraba de su espalda y la alejaba cada vez más de él.
Luchó. Creyó. Quiso respetar su propia convicción del presente como momento de vida.
Volvió a dormir y cuando despertó, se dio cuenta de que el momento había pasado. El Te Quiero ya había sido. Había sido presente en un tiempo anterior.
Casi sin dolor, se desprendieron definitivamente, hasta siempre.
Él nunca supo que en sus ojos ella se había encontrado.
Y eso lo hacía eterno.
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