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Tal vez, si empezáramos a adjetivar un poco menos y a usar más sustantivos, y verbos, y conectores, y objetos directos, indirectos o transversales, encontraríamos una forma tan particular de lenguaje que nos permitiría comunicarnos como nosotros, como ellos y como todos, como uno en un millón de unidad.
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domingo
viernes
Limpiar la memoria
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Fue como que me explotara el pasado en la cara. Aunque eran objetos que ya no me interesaban, habían sido importantes en su momento. Tarjetas. Velas. Boletos de tren, de colectivo, y de micro. Cadenitas. Aros. Collares y pañuelos. Dientes. Sí, dientes. Los de leche que se me cayeron a los 7 (y algunos a los 12, porque mi familia, por herencia, tiene demora en eso). Copas llenas de arena. Botellas llenas de arena. Cajitas llenas de arena. Se ve que de chica creía que encerrándola, la playa iba a ser siempre mía. Algunas cosas ni me acordaba qué eran. Otras sí. Entre ésas, encontré una muñequera en la que había estado pensando en los últimos días, queriendo encontrarla, tal vez no usarla, pero saberla presente.
Es verdad eso que dicen: si lo deseas de verdad, las cosas pasan. No es desear mucho. Es desear con sinceridad, sinceridad ante vos mismo. No es la primera vez que reviso mis cosas para quedarme sólo con lo importante. No es la primera vez que paso por las mismas velas, las mismas cintitas, las mismas tarjetitas, la misma arena, los mismos dientes (sigue sonando feo también). Pero esta vez sentía que podía dejar mucho de lado. Me desprendí de todo eso, porque entendí que el recuerdo está en mí y no en los objetos. Que lo que importa de cada una de esas etapas es lo que me dejó como persona y no como materia, o sí, pero materia viva, de la humana, de la esencia mía, no de objetos que de a poco van perdiendo fuerza. Hay algunos que significan un montón, pero son los menos.
La muñequera no la iba a tirar, incluso si no me gustara y no quisiera usarla (pero me gustaba y quería usarla). Porque la muñequera era un montón de cosas. ES un montón de cosas. Al final la usé. Capaz en unos años está más cómoda en el tacho de basura. Por ahora, le sienta bien mi muñeca derecha. Son los menos igual. No porque tenga pocos momentos para atesorar, sino porque la válidez de esos momentos no se refleja en todos los objetos.
Mientras revolvía mi pasado, pensaba todo eso. Y me di cuenta de que para encontrarme con él, sólo hacía falta pensarlo, sin nada material de por medio. Y me di cuenta de que encontrarme con él, era encontrarme un poquito más conmigo misma.
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Fue como que me explotara el pasado en la cara. Aunque eran objetos que ya no me interesaban, habían sido importantes en su momento. Tarjetas. Velas. Boletos de tren, de colectivo, y de micro. Cadenitas. Aros. Collares y pañuelos. Dientes. Sí, dientes. Los de leche que se me cayeron a los 7 (y algunos a los 12, porque mi familia, por herencia, tiene demora en eso). Copas llenas de arena. Botellas llenas de arena. Cajitas llenas de arena. Se ve que de chica creía que encerrándola, la playa iba a ser siempre mía. Algunas cosas ni me acordaba qué eran. Otras sí. Entre ésas, encontré una muñequera en la que había estado pensando en los últimos días, queriendo encontrarla, tal vez no usarla, pero saberla presente.
Es verdad eso que dicen: si lo deseas de verdad, las cosas pasan. No es desear mucho. Es desear con sinceridad, sinceridad ante vos mismo. No es la primera vez que reviso mis cosas para quedarme sólo con lo importante. No es la primera vez que paso por las mismas velas, las mismas cintitas, las mismas tarjetitas, la misma arena, los mismos dientes (sigue sonando feo también). Pero esta vez sentía que podía dejar mucho de lado. Me desprendí de todo eso, porque entendí que el recuerdo está en mí y no en los objetos. Que lo que importa de cada una de esas etapas es lo que me dejó como persona y no como materia, o sí, pero materia viva, de la humana, de la esencia mía, no de objetos que de a poco van perdiendo fuerza. Hay algunos que significan un montón, pero son los menos.
La muñequera no la iba a tirar, incluso si no me gustara y no quisiera usarla (pero me gustaba y quería usarla). Porque la muñequera era un montón de cosas. ES un montón de cosas. Al final la usé. Capaz en unos años está más cómoda en el tacho de basura. Por ahora, le sienta bien mi muñeca derecha. Son los menos igual. No porque tenga pocos momentos para atesorar, sino porque la válidez de esos momentos no se refleja en todos los objetos.
Mientras revolvía mi pasado, pensaba todo eso. Y me di cuenta de que para encontrarme con él, sólo hacía falta pensarlo, sin nada material de por medio. Y me di cuenta de que encontrarme con él, era encontrarme un poquito más conmigo misma.
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Destellosdefurgón
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Caí hasta el fondo cuando escuché los pequeños destellos, uno atrás de otro, subiendo y bajando de volumen. Inflándose y desinflándose para meterse como chispistas, como mini cañitas voladoras. Uuuiiiiiiiiiiiiiiiii. Pum. Pum hacía cada sensor, cada estímulo que se despertaba ahí adentro. Un despertar repentino, artificial, que se multiplicaba con cada chispita que caía en el receptor de al lado. A la derecha. A la izquierda. Atrás. Adelante. Cada explosión ajena era un poquito más de despertar propio. Inhalar. Exhalar. Y en la exhalación, la liberación interna de todo ese calor chisposo. La temperatura subía y se adueñaba de todo el espacio, de cada centímetro cúbico. Y en cubitos volvía a explotar y se volvía a multiplicar.
Yo lo vi, lo pude sentir como si estuviera adentro mío. Las caras que me rodeaban no me veían. Yo era invisible y sólo sentía una marea de preguntas inconclusas que me inundaban el pensamiento y la memoria. Preguntas. Porqueses. Enojos. O más que enojos, indignaciones. Ganas de que me vean, de que lo sientan, de que también lo vean. Nadie lo veía. La voz, como una masa espesa, se deslizaba por el ambiente y rompía el silencio con un tono grave que buscaba ser agudo, y se quedaba en el medio, soltando vocablos inentendibles e incoherentes.
Otra vez las chispitas. ¡No quiero escucharlas más!. ¡No te explotes más!. Uuuuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Pum. Con cada explosión se moría un poco más. Afuera. Adentro. Como haciendo lugar para que entren más chispitas, para que exploten, para que se multipliquen. Para perderse. Para borrarse. Hacerse invisible. Yo también era invisible. Tal vez, por eso podía verlo igual.
Las puertas se abrieron y, por inercia, coherencia o necesidad, salí. En ese instante, todos empezaron a verme. Y me di cuenta de que siempre me habían visto. Habían visto mis preguntas, mis porqueses, mis indignaciones. Las habían sentido igual que yo.
Ellos también eran invisibles.
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Caí hasta el fondo cuando escuché los pequeños destellos, uno atrás de otro, subiendo y bajando de volumen. Inflándose y desinflándose para meterse como chispistas, como mini cañitas voladoras. Uuuiiiiiiiiiiiiiiiii. Pum. Pum hacía cada sensor, cada estímulo que se despertaba ahí adentro. Un despertar repentino, artificial, que se multiplicaba con cada chispita que caía en el receptor de al lado. A la derecha. A la izquierda. Atrás. Adelante. Cada explosión ajena era un poquito más de despertar propio. Inhalar. Exhalar. Y en la exhalación, la liberación interna de todo ese calor chisposo. La temperatura subía y se adueñaba de todo el espacio, de cada centímetro cúbico. Y en cubitos volvía a explotar y se volvía a multiplicar.
Yo lo vi, lo pude sentir como si estuviera adentro mío. Las caras que me rodeaban no me veían. Yo era invisible y sólo sentía una marea de preguntas inconclusas que me inundaban el pensamiento y la memoria. Preguntas. Porqueses. Enojos. O más que enojos, indignaciones. Ganas de que me vean, de que lo sientan, de que también lo vean. Nadie lo veía. La voz, como una masa espesa, se deslizaba por el ambiente y rompía el silencio con un tono grave que buscaba ser agudo, y se quedaba en el medio, soltando vocablos inentendibles e incoherentes.
Otra vez las chispitas. ¡No quiero escucharlas más!. ¡No te explotes más!. Uuuuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Pum. Con cada explosión se moría un poco más. Afuera. Adentro. Como haciendo lugar para que entren más chispitas, para que exploten, para que se multipliquen. Para perderse. Para borrarse. Hacerse invisible. Yo también era invisible. Tal vez, por eso podía verlo igual.
Las puertas se abrieron y, por inercia, coherencia o necesidad, salí. En ese instante, todos empezaron a verme. Y me di cuenta de que siempre me habían visto. Habían visto mis preguntas, mis porqueses, mis indignaciones. Las habían sentido igual que yo.
Ellos también eran invisibles.
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Tiempo para una pizza
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¿Con qué razón “coherente” un kiosco en pleno Palermo está cerrado un jueves de verano a las siete y media de la tarde más que por el simple hecho de que el Señor cómico y la mujer mamá de todos que siempre lo atienden decidieron no torturarse con más horas de trabajo que las que el cuerpo tolera? Es que la ciudad está pensada para estar despierta las 24 horas. Y todos nos olvidamos, a veces, de que en el sueño también se vive. Era verdad eso de que la ciudad es otra después de cierta hora de la noche. Porque los citadinos (ciudadanos suena demasiado cívico para hablar de personas de carne y hueso) están distintos. Se sacaron de encima el almidón, que ya no se usa en la ropa, pero sigue estando en la piel.
Y llegás al kiosco que sí está abierto. Y te atiende un señor en silla de ruedas, que tiene mirada de cansancio, de posible enfermedad, pero de amabilidad inapagable. Te comprás dos cigarillos sueltos, aunque sabés que no los querés. Pero estás en la ciudad descontracturada, sin almidón, nadie te va a decir nada!!!! Porque el saludo sigue almidonado. Allá era libre, se veía en la cara y se sentía en la voz. Se decía en confianza, la confianza de un desconocido. Acá, no logra salir del cartón diario (y no hablo de alucinógenos). Ese cartón que nos obligan a usar para seguir un supuesto protocolo.
No hables con extraños. ¿Cómo que no? Si de ellos puedo aprender cada día. Si pueden ser un ejemplo a seguir. O a no seguir. Si en la variedad está el gusto (eso también te lo enseñan y no te explican la contradicción). Y no hay nada mejor que vivir a gusto. Hola….. Qué palabra tan sabia!. Sabe abrirse y darle espacio al otro. Sabe dejarse llevar sin importar el riesgo. Porque sabe que es mucho más lo que se puede ganar que lo que se puede perder. Hola en la calle. Hola en la vereda. Hola en el subte, en el tren y también en tu casa, cualquiera sea el lugar que consideres casa.
Hola Señor cómico. Hola mujer mamá de todos. Gracias por cerrar su kiosco en Palermo un jueves a las siete. No es tiempo de cigarrillos. Es tiempo de pizza con extraños.
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¿Con qué razón “coherente” un kiosco en pleno Palermo está cerrado un jueves de verano a las siete y media de la tarde más que por el simple hecho de que el Señor cómico y la mujer mamá de todos que siempre lo atienden decidieron no torturarse con más horas de trabajo que las que el cuerpo tolera? Es que la ciudad está pensada para estar despierta las 24 horas. Y todos nos olvidamos, a veces, de que en el sueño también se vive. Era verdad eso de que la ciudad es otra después de cierta hora de la noche. Porque los citadinos (ciudadanos suena demasiado cívico para hablar de personas de carne y hueso) están distintos. Se sacaron de encima el almidón, que ya no se usa en la ropa, pero sigue estando en la piel.
Y llegás al kiosco que sí está abierto. Y te atiende un señor en silla de ruedas, que tiene mirada de cansancio, de posible enfermedad, pero de amabilidad inapagable. Te comprás dos cigarillos sueltos, aunque sabés que no los querés. Pero estás en la ciudad descontracturada, sin almidón, nadie te va a decir nada!!!! Porque el saludo sigue almidonado. Allá era libre, se veía en la cara y se sentía en la voz. Se decía en confianza, la confianza de un desconocido. Acá, no logra salir del cartón diario (y no hablo de alucinógenos). Ese cartón que nos obligan a usar para seguir un supuesto protocolo.
No hables con extraños. ¿Cómo que no? Si de ellos puedo aprender cada día. Si pueden ser un ejemplo a seguir. O a no seguir. Si en la variedad está el gusto (eso también te lo enseñan y no te explican la contradicción). Y no hay nada mejor que vivir a gusto. Hola….. Qué palabra tan sabia!. Sabe abrirse y darle espacio al otro. Sabe dejarse llevar sin importar el riesgo. Porque sabe que es mucho más lo que se puede ganar que lo que se puede perder. Hola en la calle. Hola en la vereda. Hola en el subte, en el tren y también en tu casa, cualquiera sea el lugar que consideres casa.
Hola Señor cómico. Hola mujer mamá de todos. Gracias por cerrar su kiosco en Palermo un jueves a las siete. No es tiempo de cigarrillos. Es tiempo de pizza con extraños.
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